A pesar de los tópicos que la rodean y de ser víctima del despiadado turismo de masas, Venecia mantiene intacta su condición de ciudad única en el mundo mientras intenta replantear el insostenible modelo turístico

Por Juanma de Saá

Tener uso de razón y una mínima disponibilidad de tiempo y dinero equivale a que sea una pena no conocer esta ciudad única. Cierto es que la masificación, ya antes de la pandemia, impedía disfrutar en condiciones de la Serenísima, incapaz de asimilar una marabunta de más de 25 millones de personas cada año, salvo para el visitante avezado que sabe huir de los circuitos habituales y de los meros selfis.

Si eres una persona adulta que todavía no ha gozado de la oportunidad de ir a Venecia, tienes una gran suerte porque vas a poder organizar algo más que un maratón de unas horas, valorarla mejor y disfrutar de sensaciones imposibles de replicar en ninguna otra parte del mundo. En los tiempos que vivimos, marcados por la pandemia de coronavirus, es imprescindible saber cómo están las cosas en el destino y, en este caso, es recomendable consultar páginas oficiales, como la del Ministerio de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación y la de Città di Venecia antes de organizar el viaje para evitar sorpresas desagradables.

Hace tiempo, tuve ocasión de hablar con un padre y su hijo adolescente que llegaron a Venecia a la hora del desayuno y se fueron a media tarde para cenar y dormir en Mestre, en el continente. Aseguraron haber visto en esas horas “todo lo que merecía la pena ver” de la realidad veneciana, además de quejarse del mal olor de los canales, de la cantidad ingente de turistas, de la calidad y los precios de la hostelería y las tiendas de recuerdos y de lo viejo que estaba todo.

Poco se podía decir porque quien presume de conocer una ciudad así en una mañana, probablemente llegue a examinar con detalle el Museo del Prado en una hora; la provincia de Ciudad Real, en dos; París, en una jornada y toda China, en tres días.

En cualquier caso, la anécdota sirve para orientar ahora brevemente a quien, sin ínfulas de descubrir la pólvora, espera dar un pequeño zarpazo a Venexia, como dicen de forma sibilante los oriundos en su precioso acento.

La forma más barata y eficiente de llegar a Venecia desde el aeropuerto Marco Polo es el autobús, aunque hay que reconocer que, si valoras el impacto inicial, por muy espectacular que pueda parecer circular por el Ponte de la Libertà, la llegada a Piazzale Roma no es la estampa esperada. Para una segunda visita breve y con gasto ajustado, es la mejor opción, especialmente si el alojamiento está en las proximidades de la estación de Santa Lucia.

Sestiere de San Marco, desde el Campanile. Fotografía: Juanma de Saá.

Por cierto, alojarse en Mestre es menos costoso que en Venecia pero, al final, no merece la pena. Recorrer la ciudad de los canales -o, mejor, de los puentes- y dormir en el continente es como hacerse un traje de seda a medida y calzarse unas chanclas, con todo el respeto para quienes viven en el continente.

Limitación de velocidad junto al Cementerio de San Michele. Fotografía: J. de Saá.

Taxi acuático

En el extremo contrario de la llegada a la ciudad está el taxi acuático, con todo el encanto sensual de salir del avión, caminar unos minutos y montar en una lancha para cruzar la laguna con el pelo al viento y llegar a Venecia a lo grande, atracando a la misma puerta del hotel, tras soltar una pasta gansa. Eso sí, para un grupo mediano, puede salir más barato por barba, incluso, que el menos glamuroso vaporetto. Ojo, que, según el que se tome, puede resultar desesperantemente lento pero no importa mucho porque también da la oportunidad de fijarse en las primeras islas y ofrece una espléndida visión de la ciudad, especialmente, al arribar en San Marco.

Hay una parada frente a los Giardini ex Reali -un auténtico lujo en una urbe construida en buena parte sobre cieno- y, para conseguir un recuerdo imborrable, mejor caminar mirando hacia la laguna hasta que, al inicio de la Riva degli Schiavoni, un vistazo a la izquierda permita ver de pronto Piazzetta, Palazzo Ducale, Basilica di San Marco y Campanile.

Imagen de taxi acuático. Fotografía: J.d.S.

Hay que quedarse ahí unos instantes y girarse para ver la fachada de la Biblioteca, las columnas, con el León Alado de San Marco y San Teodoro, y la isla de San Giorgio Maggiore, con su propio campanario. Subir a él es muy recomendable porque será más difícil que esté masificado, cuesta menos que el de San Marco y las vistas son estupendas. Además, siempre es curioso visitar uno de los edificios más fotografiados y, en realidad, menos conocidos del mundo. Antes de la pandemia, había cerca de la iglesia una cafetería en la que servían un latte macchiato bueno y barato.

Evidentemente, si vas a estar cuatro horas en Venecia, olvídate de esa floritura. Podrás, como mucho, sacarte una foto con otros dos mil turistas frente a la Basílica; caminar rápidamente hasta Rialto, sacarte otra foto para la que tendrás que esperar, porque no hay un centímetro libre de balaustrada en el que apoyarse y dar un caro paseo en góndola para volver apresuradamente al punto de encuentro, rumbo a Mestre o, en el mejor de los casos, a Padua o a Treviso.

Si organizas el viaje para estar, al menos, tres noches, tendrás la oportunidad, con el permiso de la Covid-19, de madrugar para disfrutar a las siete de la mañana, prácticamente a solas, de San Marco, dar un paseo con el ánimo pensativo por la Piazzetta, caminar bajo los soportales y escuchar el sonido del agua antes de volver a desayunar. Eso, el primer día, porque el segundo podrás hacer lo mismo en el Palazzo Ducale, Rialto -sin olvidar la Pescheria-, la Galeria della Accademia o en cualquier otro lugar que desata la locura a horas tempestivas. Si no madrugas y pretendes visitar todos esos sitios, llenos de gente que vocifera, empuja y ensucia, te dejarán una impronta desastrosa y unas ardientes ganas de no volver jamás.

«Asombrosa y única, Venecia cuenta, probablemente, con el mayor aparcamiento de Europa a pesar de que no es posible circular en coche por la ciudad»

Parada de vaporeto, Venecia
Parada de vaporetto. Fotografía: J.d.S.

Venecia es tan asombrosa y única que no es posible circular en coche por la ciudad que cuenta con el que, probablemente, es el mayor aparcamiento de Europa: el Tronchetto. Solamente ese detalle hace que todo sea distinto y que cobre una dimensión inimaginable en cualquier otro lugar. No escuchar el rumor del tráfico en una de las ciudades más visitadas del mundo es excusa suficiente para ir. Si conviene pasear a pie para conocer cualquier ciudad, en Venecia es especialmente necesario, no tanto para deambular de iglesia en iglesia como para fijarse en cómo sacan la basura, qué aspecto tiene una lancha de urgencias médicas, cómo se mueve la Policía, de qué forma se organizan los proveedores, cómo llega el género a las tiendas y a los establecimientos hosteleros.

Es cierto que la tan atractiva como preocupante decadencia de Venecia puede intuirse desde un vaporetto y contemplarse de cerca desde un taxi acuático pero no hay nada como caminar por las calles más alejadas de los circuitos turísticos para ver partes de los revoques que caen solos de las paredes por culpa de humedad que sube por capilaridad desde las entrañas de la laguna.

El ser humano ha intentado desde la noche de los tiempos luchar contra la humedad y en Venecia se antoja imposible ganar esa batalla, lo que hace todavía más asombrosa la propia configuración de su emplazamiento. Es una oportunidad para enterarse de los orígenes, cuando humildes pescadores se veían empujados hacia las pequeñas islas de la laguna para escapar de los pueblos invasores. De ahí, con la necesidad y el ingenio como armas, llegar a hundir en el cieno cientos de miles de troncos de álamos para crear plataformas y, sobre ellas, construir edificios, es una muestra de la genialidad de personas brillantes.

No hay nada igual en ninguna otra parte del mundo, por mucho que las operadoras turísticas se empeñen en llamar estrambóticamente ‘la Venecia del norte’ a Ámsterdam, Brujas, San Petersburgo, Estocolmo, Hamburgo y Copenhague. Bueno, también se oye hablar de ‘la pequeña Venecia’ en Mogán, en Gran Canaria, pero para gustos hay colores.

Para no ser un mero turista fútil y tóxico, hay que caminar por Venecia cuanto antes, no sea que el exceso de gente la convierta en un mal sueño, si bien hay algunos atisbos de esperanza, ya desde antes de la pandemia de coronavirus, entre la torpeza de intentar poner tornos para regular el acceso a la ciudad y devanarse los sesos para modificar de forma radical el modelo de turismo necesario y asegurar el futuro de la ciudad.

«Sería una lástima que la ciudad se muriera por una mala gestión del turismo»

Sería una lástima que la ciudad se muriera por una mala gestión del turismo, tras décadas de esfuerzos para poner en marcha el MOSE (Modulo Sperimentale Elettromeccanico), un faraónico proyecto rodeado de polémica y de corrupción, destinado a impedir o, al menos, dificultar, la entrada incontrolada de agua a la Laguna de Venecia y las consiguientes inundaciones.

Acqua alta

La inundación de las calles venecianas, ‘l’acqua alta’, es tan impresionante como la propia ciudad aunque, al igual que una gran nevada, resulta mucho más placentera verla desde el calor del hogar, tras los cristales, que padecerla en plena noche serrana, con el coche marcando la primera rodera.

Los propietarios de los locales están tristemente acostumbrados a las inundaciones y maldita la gracia que les hacen, sobre todo a los propietarios de negocios, que hacen virguerías para ubicar equipamiento y género sensible a una altura prudencial. Para el visitante es muy pintoresco fijarse en que la cámara frigorífica está colocada de un modo imposible, que a la entrada de cada establecimiento está preparada una esclusa y que por media ciudad están repartidas esas maderas para construir de inmediato pasarelas. Muy pintoresco pero muy incómodo y hasta peligroso, si pensamos en términos de electricidad.

Campo Sant’Anzolo y Campanile de Santo Stefano. Fotografía: J.d.S.

Hay que caminar lentamente y fijarse en un contador digital que advierte desde hace más de una década del número exacto de personas empadronadas en Venecia, que disminuye a ojos vista ante la presión inclemente que imprime el turismo de masas. Pagar un alquiler se hace imposible para un lugareño con un sueldo modesto, que se ve obligado a vivir en el continente, algo parecido a lo que le ocurre al negocio veneciano de toda la vida, sustituido a marchas forzadas por tiendas de productos esperpénticos que visitantes de todo el mundo se llevan sin hacer preguntas ni reflexiones

También hay que dirigir la mirada hacia el cielo. Además de los campanarios más conocidos, la vista se desorienta al mirar hacia el sur desde Campo Sant’Anzolo y fijarse en el campanile de Santo Stefano. Efectivamente, está bastante inclinado. La memoria vuela hacia principios del siglo XX, cuando se vino abajo el de San Marco…

Es preciso pasar por Santa Maria della Salute y llegar hasta la Punta de la Dogana para respirar hondo el aire de la laguna, recorrer el muy sobrevalorado Lido, soñar con una noche en el Cipriani; conocer el Ghetto judío, subir la escalera del Palazzo Contarini del Bovolo, recorrer Malamocco, cruzar el archiconocido ‘Ponte dei sospiri’ -cuyo romanticismo es difícil de comprender, ya que sugiere muerte y sufrimiento en estado puro-, aprovechar la entrada combinada que permite visitar el Palazzo Ducale, la Biblioteca Marciana y el Museo Correr y ver, además de sus pinturas y objetos marítimos, lo que bien podrían ser las primeras plataformas de ‘drag queen’ de la historia; San Giacometto, I Frari, el Museo de Ca’ Rezzonico, Ca’ Pesaro, Arsenale, hasta donde te dejen, que será, más bien, poco…

Para mitómanos, acercarse al cementerio de San Michele -cuidado con los mosquitos, según la época- y la iglesia de la Madonna dell’Orto para orar ante las tumbas de Stravinski y Tintoretto, respectivamente. Los ecos de escuchar en directo las Cuatro Estaciones en la iglesia de San Vidal, para imaginar a un joven Antonio Vivaldi, recién ordenado sacerdote, paseando por la Venecia de principios del siglo XVIII. Mil situaciones y lugares, incluidos los más turísticos, que obligarán a volver una y otra vez a Venecia.

«Escuchar en directo las Cuatro Estaciones en la iglesia de San Vidal e imaginar a un joven Vivaldi, recién ordenado sacerdote»

Los pequeños restaurantes y bares van dando paso a establecimientos estandarizados, de manera que cada vez hay que buscar más para tomar un hígado de ternera con polenta, unos tradicionales ‘cichetti’ -el equivalente a nuestras tapas- o un mero ‘tramezzino’ (medio sándwich, partido en diagonal) de baccalà mantecato. Los locales acompañan esas delicias con unos tragos del tradicional spritz, cuyo nombre es mucho mejor que su sabor.

Ambulancia en el Canal Grande. Fotografía: J.d.S.

Produce cierta melancolía encontrarse a personas que han estado varios días en Venecia y que solo recuerdan con claridad las tiendas de Chanel, Dior, Vuitton, Prada y Versace, por ese orden, ya que están a un tiro de piedra de San Marco. También hay una tienda oficial de Ferrari, cerca de las de Gucci y Lacoste, que deja grandes recuerdos. Está a un minuto de San Marco, yendo hacia Rialto por la Marzaria del’Orologio. De hecho, sobre el establecimiento de la emblemática marca de coches hay uno de esos llamativos rótulos de color amarillo que indica hacia dónde queda el primer puente sobre el Canal Grande.

«Produce melancolía escuchar a personas que han estado varios días en Venecia y solo recuerdan con nitidez tiendas como Chanel, Versace o Dior»

Los locales se burlan de los visitantes aborregados y denominan ‘autostrada’ el camino así marcado. Basta ir dos calles más allá o más acá para encontrarte con la consoladora e inusitada soledad de Venecia, donde encontrar algún bar y alguna tienda de verdad, aunque cada vez hay que rebuscar más.

Detalle de un gondolero. Fotografía: J.d.S.

Góndolas

Cómo suena el consabido ‘góndola, góndola’ con el que no pocos gondoleros obsequian de sopetón al turista despistado que camina sin rumbo. Hay algunos que lo dicen de soslayo, con la mano cubriendo parcialmente la boca, a los que solo les faltaría citar el legendario rock macarra con aquello de ‘Hola, mamoncete. ¿Qué haces por aquí? ¿Buscas algo que comprar?’

Hay que recomendar encarecidamente la opción de coger un ‘traghetto’ que, al fin y al cabo, es una góndola sin ornamentos ni tapizados con ese colorido que haría palidecer al mismísimo Kandinski. Al menos, antes de la pandemia, coger ese medio de transporte costaba 50 céntimos de euro.

Los traghetti cruzan el Canal Grande en siete puntos concretos, desde los que habría que caminar un buen trecho para poder llegar al Ponte degli Scalzi, al Ponte di Rialto o al Ponte dell’Accademia. Es una posibilidad que muchos turistas desconocen y que merece la pena para cualquier bolsillo que deba mirar el dinero.

Vista al fondo de Santa María Della Salute desde el Ponte Della Accademia. Fotografía: J.d.S.

Un inciso: una experiencia fatigosa pero plena es cruzar a pie en la misma jornada los cuatro puentes que salvan el Canal Grande, es decir, los tres mencionados y el de la Constituzione para, en este último caso, evaluar las críticas furibundas vertidas por propios y extraños, no solo por el coste, sino también por su aspecto y los errores de diseño que exasperaron inicialmente a los usuarios.

Volviendo a las góndolas, es verdad que resulta difícil sustraerse a la tentación de montar en una de esas lujosas y peculiares barcas pero, en caso de caer, solo ocurrirá en la primera visita a Venecia porque el coste de la acción desarrollada es muy superior al beneficio de la reacción obtenida.

Es comprensible que los enamorados, cuando todavía caminan cinco centímetros por encima del suelo, se dejen llevar por las películas e idealicen un recorrido en góndola al anochecer, entre reflejos titilantes y ardientes miradas furtivas, que no puede comparase con un breve, y útil paseo en traghetto. No obstante, a la hora de pagar, unos 120 euros de glamur, frente a menos de un euro de pragmatismo, también dejan un imborrable recuerdo.

Y eso, por no mencionar que en un traghetto es raro tener que aguantar los berridos pseudotenóricos de algún atrevido gondolero que todavía no se ha dado cuenta de que ser veneciano no es sinónimo de cantar bien. Cuando anochece y están cerca de La Fenice, es fácil que alguno se atreva con alguna napolitana e, incluso, con arias célebres, casi siempre con un resultado devastador o, en el mejor de los casos, inquietante.

«Una góndola es una barca única y maravillosa, por exagerada, por asimétrica y por simbólica»

Sea como fuere, con todas las pegas expuestas, una góndola es una barca única y maravillosa, por exagerada, por asimétrica y por simbólica. Hay que examinar de cerca la ‘forcola’, como llaman a la pieza artesanal de madera sobre la que se apoya el remo y que es, en sí misma, una preciosa talla.

Y, también, el ‘ferro’, esa característica protección metálica que parece un peine de seis púas que simbolizan la ese invertida que es el Canal Grande, coronada por el tradicional ‘corno ducale’, característico del dux, el máximo representante de la República de Venecia. Además, cada púa refleja cada uno de los ‘sestiere’ que conforman la ciudad: San Marco, San Polo, Cannaregio, Dorsoduro, Santa Croce y Castello, además de la Giudecca, la única púa solitaria y opuesta a las demás. Muchos de esos adornos, vistos de cerca, dejan entrever la emulación del Ponte di Rialto, el Bacino di San Marco y las islas de Murano, Burano y Torcello, que tendrán que ser objeto de otro viaje.

Detalle del ferro de una góndola. Fotografía: J.d.S.

Decadencia

Venecia es una ciudad cargada de tantos detalles como de decadencia, como la vida misma y como la misma historia de la humanidad. Los estucos que se van desprendiendo pueden arreglarse, como metáfora de lo que supone intentar utilizar la terrible crisis sanitaria y económica actual para empezar a modificar el modelo turístico y asegurar el futuro de la ciudad con pies de barro.

De momento, el ir y venir de multitudes en la Serenísima es un síntoma de morir de éxito y puede padecerse a la perfección durante el famoso Carnaval. O lo odias o lo amas. A quien no le agraden las aglomeraciones, que ni se le pase por la cabeza. Es como quien no aguanta el olor a pólvora y decide ir a las Fallas de Valencia. Igual. Eso, por no mencionar los precios. Antes de toda la locura de la pandemia, en Carnaval, como en la época de la Mostra, había muchas habitaciones de hotel a precios absurdamente caros y no, precisamente, en el Cipriani.

Palazzo Contarini del Bovolo. Fotografía: J.d.S.

Con la discreción obligada y como ejemplo: un hotel genial del centro, a medio camino entre Rialto y la Torre dell’Orologio, pasó de costar 185 euros la noche para dos personas, con desayuno incluido, a 256, al cabo de un año, y a cerca de 500, cuatro años después. Está claro que la gente pudiente lo paga y quienes no lo hacemos, por bolsillo restringido y por considerarlo obsceno, a partes iguales, pasamos de alojarnos en San Marco a hacerlo en Cannaregio, Dorsoduro o Castello. Altamente recomendable, buscar con denuedo y huir de los chollos.

Imagen del Bacino di San Marco desde San Giorgio. Fotografía: J.d.S.

En cualquier caso, siempre será mucho mejor dormir dos días en Venecia que cinco, en Mestre. Hacia las nueve y media o diez de la noche, los últimos visitantes de jornada maratoniana cogen el vaporetto y regresan al continente y buena parte de los afortunados que se quedan, se recogen en sus hoteles o, si acaso, se animan a pagar doce euros por un chocolate con nata en el Caffè Florian o el Quadri, en plena Piazza di San Marco, o diez euros por un ristretto en el Danieli, todo un palacio del siglo XVI.

A partir de ese momento revelador, Venecia es solo de los venecianos. Y tuya.

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