Las bodas en Corea
Hace casi veinte años, el dúo de electropop Astrud presentaba su álbum Gran fuerza. Entre las letras de sus canciones, en especial me identificaba con el afinado estribillo de “La boda”: “No os caséis, no os caséis / vámonos a tomar algo. / No os caséis, no os caséis / demos una vuelta en cambio. / No os caséis, no os caséis / ya le explico yo al padrino. / No os caséis, no os caséis / si total os da lo mismo”. Estos versos revelan, entre otras cosas, la aparatosidad de las bodas españolas. Asistir a una ceremonia de estas características supone, para el invitado, invertir un día entero. Si el convidado es susceptible de sufrir resacas, quizá deba dedicar dos días a un evento en el que su presencia no es del todo imprescindible.
Esta pérdida de tiempo no es concebible en Corea del Sur, donde la mayoría de sus habitantes destaca por su espíritu práctico y por situar el trabajo en la cima de sus prioridades. Las bodas coreanas se resuelven en dos horas, período más que suficiente para ver cómo se casan los novios, saludarlos fugazmente y almorzar con rapidez un variado conjunto de platos expuestos en un bufé.
Las largas distancias y el tráfico – sobre todo si la boda se celebra en Seúl y el invitado reside en una provincia – no ayudan al ahorro de los minutos, por lo que impera la necesidad de no demorarse. En la asimilada conciencia de evitar los momentos de transición, lo que contrasta con la prolongación de esos instantes muertos en nuestra cultura hispana, los saludos son ya despedidas. Ir al grano no solo constituye una virtud y una muestra de cortesía en la sociedad coreana, experta en la responsabilidad de no apoderarse del tiempo ajeno, sino también un supuesto obvio y absolutamente naturalizado. Lo contrario resulta absurdo y, lo que es peor de acuerdo con esta mentalidad pragmática, inútil.

Las bodas suelen celebrarse en enormes salas dispuestas para la ocasión y se caracterizan por estar casi medidas temporalmente. Lo normal es que se realicen el fin de semana y que se concreten varias en el mismo edificio. Sería posible que una persona organizada asistiera a dos casamientos, incluso a tres, en el mismo día. La improvisación, fuente de vaivenes y de lapsos inestables, apenas se contempla. Uno llega al sitio que indica la florida invitación, entrega su donación a los recién casados en el lugar asignado, observa cómo se dicen el “sí quiero”, se dirige al restaurante, se sirve lo que desee comer, si tiene suerte intercambia unas palabras con los protagonistas o con sus conocidos y, finalmente, vuelve a su casa o a donde tenga que acudir en esa jornada. No tiene que bailar ni emborracharse, tampoco suele hacer el ridículo ni dar vergüenza ajena; de hecho, ni siquiera es necesario que conozca a los novios y puede ejercer de mero acompañante de cualquier amigo o familiar.
He tenido la ocasión de asistir a varias bodas en Corea. No podía rechazar la propuesta de los estudiantes de español que me invitaban, ya que tan solo pedían tres horas de un sábado primaveral u otoñal – quizá cuatro o cinco, si el transporte requería un espacio más dilatado. Incluso para personas tan tímidas y recogidas como yo, el modo coreano de formalizar socialmente un matrimonio no exige un gran esfuerzo. Mis alumnos casaderos habían dedicado meses a preparar los detalles de sus desposorios y tenía que corresponder a la gratitud con la que tratan a sus profesores. Lo único que debía hacer era desplazarme, dar una cantidad razonable de dinero, comer todos los manjares que quisiera y – este punto es primordial – tomarme una instantánea general con los novios y con el resto de la comitiva fotografiada.
Tal vez por esta razón las fotografías ocupen un papel tan relevante en Corea: contenidos los sentimientos y reducidas al máximo las distracciones, solo queda el registro fotográfico de lo que fue. La prueba de que se hizo lo que se debía en el momento justo.

Por Rafael Pontes Velasco